DE NOMBRES MUERTOS.
- Disidentes CG
- 22 may 2021
- 6 Min. de lectura
Kenneth Santanna.

Nunca antes me había conmovido tanto como con esa película que relataba la vida de una mujer que se buscó a sí misma por un sinfín de consultorios con olor a formol, y de doctores que apenas y merecían el titulo pues nunca pudieron diagnosticar que aquellos pensamientos sobre otro nombre, sobre afeitar un bigote y verse distorsionado en un espejo era un aviso sobre el concepto transgénero, de la primera mujer, que años después, fue la primera someterse a una cirugía de reasignación de sexo.
Una mujer que acariciaba pelucas, que se probaba medias y admiraba los cuadros de su esposa con la única idea de que jamás encontraría la buena ternura y lealtad de un hijo, y la tierna tristeza de una familia que la adorara como cuando de joven, les dijo que se casaría.
Yo había nacido en una ciudad donde todo se oxida, y el moho todo lo corrompe, hasta la esperanza. Fue durante el mes de la burla hacia lo único que se sabe incierto en el mundo: la muerte. Quizá fue el nacer bajo esta influencia que me encontraría con constantes naderías que me harían maldecir la capacidad de preguntarme si el origen de ésta había sido relevante, y mejor o peor aún, cuestionar la existencia de los demás, y darlo todo por perdido antes de enloquecer ante el poco aprecio que sentía por el increíble, pequeño, y casi milagroso hecho de que estábamos aquí. De que yo estaba aquí. Y que, ya hubiera sido por las incontables coincidencias de miles de pequeños o grandes sucesos -como el que mi madre tuviera que tomar el autobús siete minutos tarde porque se había quedado dormida, sin saber que, en el de su hora de siempre, habría conocido a mi padre, el que mi abuelo decidiera pedir trabajo en la casa de una calle después de donde mi abuela trabajaba, y que ella no hubiera ido una mañana a cortarse el cabello como Elvis Presley llamando la atención de ese hombre recién llegado a la ciudad- aunque la idea de cobijarme bajo el "sólo había pasado" me era todo, menos desagradable.
Pronto olvidaba las ideas concebidas llenas de gozo y esfuerzo, y aceptaba con cierto pesar que no era la vida que podría tener. Me partía el corazón volver con los pies a la tierra, saber que todo lo que anhelaba era que mi madre me llamara por un nombre que no era el mío, y que pronto descubrí que lo odiaba. Que odiaba las medias que picaban mi piel con su encaje y que me dijeran que era una niña, y que debía de hacer esto, o lo otro. Nadie me llamaría por un nombre que yo había escuchado alguna vez en una película vieja y que había reconocido como mío, como cuando corté mi cabello por primera vez y descubrí la libertad que tenía en la cabeza para vestirme con ropa ancha, que ocultara mi silueta, y de bajar la voz, para que nadie supiera lo aguda que realmente era.
Solía imaginar conversaciones que solo alguien con un montón de tiempo libre podría y, con firmeza, aceptaba que la vida no estaba hecha para algunos. O más bien era al revés. Creo que se le llama selección natural. No era muy difícil conocer a otros pobres diablos, y detestarlos sólo porque ya me había reconocido en ellos, y no quería seguir viendo a uno más como yo.
Tenía quince años y sabía que mi tiempo había acabado.
Conocí la palabra “transgénero” en un tiempo en el que nadie hablaba de ello. Para entonces, mi cabello estaba corto, y mi nombre ya era otro. Encajé con ese nuevo concepto como un puzle, una persona que no está cómoda con el género que le fue asignado al nacer. Sentí la emoción de poder nombrar lo que sentía. De poderme reconocer y de sentirme bien con ello. Y también sentí tanto miedo de revelarlo a los demás. Apenas y yo podía entender qué era esa condición, como yo lo llamaba, no podía esperar a que los demás lo hicieran tan rápido, después de tantos años de haber conocido a una persona tan diferente a lo que yo quería ser. Tenía miedo de la violencia de las palabras, y de la violencia que se siente en un país tan poco concientizado sobre la diversidad de personas tan diferentes a los roles de género que nos enseñan todo el tiempo, los que mi madre me había inculcado pues quería que fuera una niña feliz, una niña correcta, una que no sufriera, pues eso había sido lo que su madre le había enseñado, aunque a ellas estos no les habían funcionado tan bien.
Cada día, pensaba que no quería vivir una vida que no fuera la mía: no quería ser siempre esa niña que no habla, esa niña con el cabello corto, esa niña que se viste con ropa de hombre. Me reducía a espuma que se disolvía en el agua. No había mucho en esa vida para mí si nadie me conocía, si nadie me miraba a los ojos y veía al niño que estaba en mí ahogándose en prejuicios, en miedo, en burlas, en desinformación. Añoraba cada día no despertar si no era en un cuerpo diferente. Hasta que un día, esa persona que me ataba dejó de existir.
Dejé que los años borraran su rastro, y cuando cumplí 17 años comencé a trabajar de informal en una tienda donde vendían cafés, y rebanadas de mortales pasteles de cobertura de chocolate y frutillas, en donde pude registrarme con el nombre que yo quisiera, pues lo informal me concedía un cierto anonimato con mi muerte anterior. La primera persona en preguntarme cómo me llamaba fue mi superior, quien tiempo después se convertiría en compañera de aventuras y confidencias. Cuando me llamaron por ese nombre, el que había estado ocultado por años, mi corazón vibró y una sonrisa como no había tenido en años se dibujó en mi rostro. La diferencia con los días fue notable, que me llamaran por un nombre elegido me hacía sentir reconocido, validado, me recordaba lo presente que estaba y comencé, por primera vez, a hacer amigos. Amigos que no me preguntaran si era niño o niña, que no hacían comentarios sobre cómo debería lucir según mi género y eso pasó a ser un segundo plano; lo suficientemente importante como para que no se perdiera, pero también lo justo indiferente para que una comodidad y un sentimiento que no había experimentado antes me invadiera: el ser yo. El existir. Y más allá de un complicado asunto de filosofía, era el simple hecho de saberme respetado, de saber que, fuera de la zona explorada de la vida había más personas como yo. Que existía una comunidad de apoyo, y de libertad.
Cuando un día, mi madre, sin yo saberlo fue a visitarme y al preguntar por su hija no supieron darle razón, sino que le describieron a un chico contento con un nombre que ella nunca había escuchado, supe leer la decepción y el miedo en su mirada. Las madres saben muchas cosas. Otras cosas las sospechan y muchas veces no quieren confirmaciones.
Ella lo notaba, por supuesto que notaba que tenía amigas, pero no era como ellas. Notaba que cortaba mi cabello como mis hermanos, y a veces, me encontraba con sus ropas con la excusa de que era más cómoda. Cuando escuchó a mis amigos llamarme por un nombre que era de niño. Y lo notó aún más cuando me encontró ocultando mis pechos con una venda. Claro que ella había escuchado que había personas así, personas que “se cambiaban de sexo”, personas que habían visto en su novela de las seis de la tarde, pero jamás había escuchado de madres que tuvieran un hijo así. Creí que la destrozaría. Creí que se enfurecería y que levantaría la voz, y que lloraría. Pero no dijo nada, y de mi boca no salió ninguna palabra. Me había paralizado el miedo, y mi corazón palpitó en mi pecho con tanta fuerza que lo podía escuchar. Aquel día tarde un poco más en llegar a casa. Y al día siguiente, ella no me miraba a los ojos, no me tocaba, y solo decía que sí si le preguntaba algo. Los días pasaron y el silencio era más fuerte que mis ganas de decirle que seguía siendo yo, pero con otro nombre, y con otras ropas y que soñaba algún día con otra piel.
Pero ella ya había respondido. La desaprobación en sus gestos. La negación en su mirada, y sus manos gélidas que ya no me abrazaban. No había que ser muy listo para entender el mensaje. No quería preguntarle si estaba molesta conmigo, porque tenía miedo de que lo dijera en voz alta, tenía miedo de confirmarlo. Así que después de varios meses, antes de dormir, tuve un sueño hermoso. Soñé que ella me llamaba por mi nombre, y me decía que siempre sería su hijo.
Fui su hija hasta esa mañana, en la tocó mi puerta y no hubo respuesta. En la que insistió y cuando intento abrir tenía seguro. En la que tuvo que mandar a hacer una lápida gris, y simple con un nombre que no era el mío, porque ella no sabía quién era yo.
Es difícil aceptar lo desconocido, y más, cuando creías conocer a alguien a quien viste crecer, pero actos tan sencillos como llamar por un nombre por el que una persona pidió, y crear espacios seguros en los que el respeto brinde seguridad a realidades diferentes a las que estamos acostumbrados, hará de nuestras próximas generaciones un mejor lugar para crecer, y para amar.
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